viernes, 16 de noviembre de 2012

Lo último

1:12

Siento el ahogo.
Una mano invisible
se estira dentro
y me saca las palabras.
En de mi casa
hay un montón de espejos
que gritan.
Todos con el mismo silencio.

1:15

Esperá, estoy corriendo.
Esperá, como espera mi cuerpo
en la mitad de la noche
ante el vacío.
Voy hacia vos desde
las cosas que caen,
voy hacia vos desde
los estallidos, las sirenas,
los segundos.
Esperá.

No siento las manos.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Lo último


1:11

Una ventana se mueve, también la puerta.
Salgo apenas. El espejo se desliza y rompe
el tomacorrientes. No creo que lo reparen.
 
En mis pies veo vidrios que me miran
como en un caleidoscopio. Las escaleras
se mueven y gota de sangre se seca en
mis pies. 

Afuera una grúa gigante oscila. Los
vecinos están en silencio.
No me acuerdo del nombre de la mujer
que me señala el cielo.  No sé exactamente
las veces que me ha  saludado al borde
de su puerta; supongo que han sido
bastantes. Las suficientes.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Supernova

Son dos soles. Azules como el cobalto, las tragedias que presenciamos durante el verano, las manos que se hunden en el hielo y tiemblan y se ponen escamosas. Son dos soles, uno que se hunde en un océano de piedras oscuras y otro que crece sobre las montañas y en el cielo hace que las nubes sean transparentes. Un sol tiene un nombre secreto, el otro ha quemado su voz en la garganta de todos los que le pronuncien. Son dos soles que abren sus bocas para que entremos lentamente, entre las llamas y las reacciones atómicas, entre los cuerpos desechos de nuestros antepasados y los núcleos tersos y fríos. Dos soles que estallan, que se abrazan a la luz y se rehacen en la violencia de sus cuerpos.
Son dos soles. Gas y polvo.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La continuidad de las Crisis



1
Yo cumplía 10 años y no me importaba nada mas que el fútbol. Durante la cena de celebración mi hermana mayor me daba su regalo: una foto que nos habíamos tomado juntos en la playa. Tres días después intento suicidarse. El fútbol ya nuca fue lo mismo, en realidad ningún otro deporte. A mi no me lo explicaron, se quedaban callados cuando preguntaba donde estaba Alejandra. Así fue como empezó todo, o por lo menos como yo lo recuerdo.

2
Ese mismo año paso lo del mundial. La mayoría de los equipos perdían la concentración cuando alguien les anotaba un gol. Los jugadores perdían el interés en lo que hacían, se dejaban vencer fácilmente por los otros con mas convicción. Marcadores tan abultados que casi rayaban con lo inimaginable pusieron a los organizadores bastante nerviosos. Pero bueno, se pensó que una vez que los ganadores avanzaran a octavos de final el síndrome no volvería a atacar; pero estaban equivocados. Un Brasil-Argentina termino empatado sin que la bola casi ni se moviera del medio campo. Era casi como si se hubieran deprimido tanto que ganar un encuentro deportivo careciera de importancia en sus vidas. Instantáneamente se filtro la noticia que las confederaciones estaban ocultando; varios jugadores de escuadras eliminadas aparecieron muertos colectivamente en sus habitaciones. Cuando se suspendió la copa indefinidamente eran tantos los casos que concentraron a las escuadras restantes e las internaron en el país sede para dar ayuda profesional de emergencia.
Después de lo de mi hermana y el mundial, una tía perdió a su bebe recién nacido. De una conversación que escuche del cuarto de mis papas entendí que ella y su marido simplemente no pudieron levantarse para atender el llanto.

3
En mi casa me prohibieron ver los periódicos y los noticieros, inclusive bloquearon sitios de Internet para que no me enterara de lo que pasaba.
A veces los papas son ingenuos, así lo veo ahora. En la escuela mi primera fuente de información eran mis compañeros, casi todos sufríamos eventos parecidos en nuestras familias. Sin embargo hablar de ello se había convertido en un tabú en la clase y la maestra esquivaba cualquier tipo de confrontación con ello. Si alguien no cumplía con la tarea o no quería hacer algo, ella ya no nos castigaba. Sobre todo luego de que una niña le contestara que se había sentido triste porque no entendía matemáticas. Con los meses el aula se vacío lentamente casi como si una varicela fulminante nos atacara a todos. No volvían y tampoco traían mas niños para reemplazarlos.


4
Cuando enterramos a Ale tuvimos que esperar mucho tiempo frente al cementerio. Era tanta la gente y los funerales que las ganas de llorar se contenían, todo el dolor se esparcía en una mueca hecha una sola entre las personas vestidas de negro y tristes.
En mi casa nos obligamos a pasar las noches juntos y a estar pendientes unos de los otros. Mamá dejó su trabajo y papá arregló para hacer el suyo desde la casa. Lo que recuerdo de esos días es oscuro, es encierro, es un miedo constante.

5

Una vez que el índice de suicidios se normalizo, el mundo empezó a cobrar otra vez su velocidad. Como llegó se fue, y los periódicos, las revistas, los noticieros olvidaron todas esas marchas fúnebres repitiéndose. Lo mas difícil para mi ahora, es enfrentarme solo a lo que recuerdo. A la foto de mi hermana en la playa, sin saber que su muerte nunca tendría explicación alguna.

lunes, 7 de septiembre de 2009

La petite mort


-Veni, vos podés. –Estoy muy cansada, y estos zapatos me están matando. –Tomá, ponete estas botas. -¿y vos?. William ¿y vos que te vas a poner?. Él se descalza rápidamente. Saca varias bolsas de su abrigo y se las amarra alrededor de los pies, encima de las medias sucias y húmedas. –Ves, ya estoy listo. Andrea coge las prendas y para rellenar el espacio entre sus dedos gordos y las puntas de los zapatos dobla sus medias, creando una almohada contra el vacío.

William mira a Andrea, su pelo negro cayendo sobre su cara mientras ella termina de acomodar su ropa. La descubre y deja de pensar en que tiene hambre, en que no sabe donde van a dormir hoy, y si van a encontrar un botiquín cerca. Andrea aprovecha la pausa y saca la ultima gasa que le queda; se levanta el abrigo, luego la camisa y se cambia el vendaje a un lado de su abdomen. William sigue observando a Andrea y no es el frio lo que lo estremece profundamente. –Andrea ¿te duele? Ella no lo ve a los ojos, se concentra en la herida. Atrás de ellos, un ruido empieza a crecer espantosamente. William se levanta de golpe y encuentra un edificio cerca. Levanta a su compañera y se esconden en la estructura. El ruido se detiene, casi como si lo que lo provocara supiera que existe vida dentro de las paredes. William le hace señas a Andrea, ella lo sigue por las escaleras. –Subamos un par de pisos más y tratemos de abrir una puerta.

-William, no hay electricidad acá tampoco. Él se asoma por la ventana, pero no logra percibir nada en la calle. –Creo que mejor pasamos la noche en este apartamento. Cuando se vuelve para buscarla, ella trae en sus manos una caja blanca con una cruz roja en el centro. Ella lo abraza y él no puede contenerse; por fin algo que celebrar. Abren el botiquín y encuentran inyecciones, analgésicos, algodón, alcohol, agua esterilizada y algunas ampollas con medicamentos; lo necesario para tratar cualquier herida menor. William extiende una sábana que saca de su bulto y Andrea se acuesta: ella empieza a dirigirlo para que limpie su herida. –Vas a tener que quitarte toda esa ropa. Mientras Andrea se desviste, William pone atención a su cuerpo. Los ángulos que todavía conserva el cuerpo de esta mujer maltratada por las circunstancias. Mira con detalle el cuello, la formación del ombligo, la extensión de la espalda. Andrea afloja su sostén y deja a la vista de su compañero el resto de su torso. Tímidamente utiliza su brazo para tapar sus pezones. William desvía su atención al botiquín, pero de reojo trata de encontrar un desliz en los movimientos de Andrea para observar sus pechos. –Mojá el algodón con esa botella de agua. Pásame también esa inyección y ese frasquito. Ella empieza la rutina para introducir en su cuerpo los antibióticos, es urgente romper la infección en su cuerpo. William se acerca tímidamente, Andrea ya no se cubre. –Tomá el agua y mojá toda la lesión. El impacto fue profundo, justo debajo de sus costillas. Todavía huele un poco a quemado y los labios de la herida están oscuros en sus inicios. –Ahora con la gaza limpia los bordes, poco a poco. Es la segunda vez que la tiene tan cerca, y cuando sus manos hacen contacto con la piel de Andrea nota que su temperatura es elevada. –Tranquilo, con esto se me va a bajar la fiebre. William coloca una de sus manos en el vientre de Andrea, que resiste el dolor como puede. Escuchan un ruido fuerte fuera del apartamento. Rápidamente él se levanta, busca a su alrededor algo con que defenderse y camina a la puerta. A través de la mirilla ve como un soldado llega al final de la escalinada y se aproxima a su escondite. Va solo. William se coloca a un lado de la entrada y prepara el pedazo de madera en sus manos. Cuando el soldado entra William deja caer con toda su fuerza su arma contra la nuca del intruso, este cae pesadamente y se escuchan miles de pequeñas chispas extenderse por el suelo. William golpea de nuevo en el mismo lugar, partiendo por completo la nuca del soldado. No hay sangre. No hay dolor. Solo cables y líquidos oscuros. –Mierda, es otro rastreador. William rápidamente lo registra, encuentra su unidad computarizada de combate: la alarma ya ha sido activada. El rastreador no posee armas, solo esa pequeña computadora que pone al tanto al resto de su milicia de lo sucedido. William arma una barricada en la entrada del apartamento, aprovecha el peso del rastreador eliminado y algunos muebles destruidos alrededor.

-Ya saben que estamos aquí. El ruido que escuchamos probablemente es de un ejército de rastreadores, pero los otros no deben estar largo. Andrea que ahora esta mas pálida, siente todo el peso del cansancio en su cuerpo. William la acomoda y la cubre con su abrigo, se tiende a su lado para descansar también. Pero él no duerme. La respiración de Andrea lo atrapa lentamente, la forma que toman las sábanas sobre su cuerpo, los labios blancos en su rostro aun más blanco. William cierra los ojos, detrás de sus parpados ella baila como el día en que se conocieron. El silencio lo trae de nuevo a un cuarto destruido y oscuro; Andrea ya no respira. William se acerca a su pecho y trata de escucharla. Asustado la mueve, ahora esta fría. Intenta despertarla, lograr que responda, es inútil. A cómo puede aplica presión en su pecho y le da respiración boca a boca. Andrea sigue blanca, fría, ausente. William se abraza a su torso desnudo, sin vida. Acaricia su cara, trata de devolverle el calor con sus manos.

William no se quiere mover. Él mismo está ausente de este momento. En su cabeza siguen pasando los días en que eran un hombre y una mujer que alguna vez bailaron por compromiso. Un par de desconocidos que después se reencontraron en la sobrevivencia. Un estallido afuera lo paraliza: ya llegaron los otros. Es ahora o nunca. William se desnuda. Piensa que es una buena manera de morir.

martes, 25 de agosto de 2009

La Reflexión del Sonido

Un hombre roza su nariz contra la pared. Gira. Tiene sus manos en los bolsillos. Vuelve a girar. Abre la boca un poco y da otra vuelta. Se detiene, mira hacia el cielorraso. Saca de su pantalón un recipiente plateado, lo lleva a su boca y toma un trago. Empieza a repetir constantemente una vocal, varia los tonos: el hombre toma otro sorbo y guarda el recipiente plateado. Una mujer pasa, acaricia su espalda y sigue su camino. El hombre con la pared de frente baja la cabeza y con un esfuerzo mínimo ve como la sombra de la mujer desaparece por el pasadizo. El hombre traga fuerte y la sigue.

Una puerta se abre. Nuestro hombre entra. Hay varias personas que tratan de ignorar su paso por el mundo. El hombre agarra una guitarra y empieza a probar su afinación. Los otros le ponen la atención suficiente para darle a entender que es inútil tal acto. La mujer antes se acerca y pone sus manos en los hombros de el hombre. –Will, vamonos. Aquí se va a poner más y más frío. En la radio dicen que lo mejor es esperar en los refugios cercanos y luego buscar a nuestras familias. –Alguien me puede dar un MI. La mujer con sus manos pareciera comprenderlo, casi rozar esta intención por ignorar lo que pasa afuera. Pero ella no puede. Se escucha un clic y luego alguien en el cuarto presiona la tecla Mi en un teclado. El hombre se incorpora, se coloca su guitarra y sale.

-¿Podría levantar el telón? –Mis instrucciones es sacarlos lo antes posible, no tenemos mucho tiempo y el refugio esta a dos cuadras. -¿es este el mecanismo, verdad?

–Oiga, ¿no me escucho?

El escenario se abre y todos los asientos están vacíos. Las luces que dividen el camino hacia la puerta principal parpadean, como si el suministro de energía variara segundo a segundo. El hombre empieza a cantar.

-Oigan, yo ya me quiero ir. Ese amigo suyo se volvió loco, si ustedes no hacen nada yo me voy y los dejo encerrados. –Denos un momento, ya salimos.

La voz del hombre se rompe, casi como si se tropezara con la realidad de golpe. Enseguida, sin pensarlo dos veces, regresa a la misma canción. La canción no habla de la locura o el viento o los vidrios rotos o el miedo o el trafico o la nieve en un país tropical. La música nada mas se deja repetir por el eco de este teatro y no llega a nadie, solo al hombre que intenta apagarse antes del penúltimo estribillo. El hombre se detiene de nuevo. –Will, vamos.

La mujer del pasadizo lo acaricia de nuevo. Espera unos segundos. Baja por el escenario y todo el grupo se une. Las luces de la entrada parpadean. El encargado saca una linterna y los ayuda a guiarse. El hombre termina la canción; finalmente los sigue.

viernes, 7 de agosto de 2009

El Peso


-¿Asi no mas? Si, eso dicen las instrucciones. –Yo… queria decirte…
El levanta el vaso y traga. Ella no, duda. Cuando lo vuelve a ver, ya no hay nadie de ese lado, por lo menos ese alguien que durante años había conocido. El cierra los ojos. Respira. Escucha un vaso golpear la mesa.
Enseguida se sientan. Las paredes son extrañamente blancas, sin cuadros. Un mueble con un equipo de sonido los acompaña. Ahora la mesa los divide; en el centro un frasco de pastillas y dos vasos de agua. –Aquí hay una carta. Le dice él mientras la levanta y la ojea. –Entonces vos sos Andrea, mucho gusto yo soy William. Ella baja la cabeza. –¿Te sentís mal? En el frasco dice que no tiene efectos secundarios.
Andrea se levanta y va al baño. William espera y sigue con la carta. Se pregunta la hora, no se siente cansado ni con hambre. Escucha algo raro en el baño. ¿Andrea? Va al baño, de camino la cocina es igual de blanca. Toca la puerta. Andrea sale limpiándose la boca con su manga. –No pasa nada, creo que el almuerzo me sentó mal. William la sigue de regreso a la sala, pero ella no se detiene, continua hasta un cuarto. Dentro hay varias cajas de cartón selladas. Todo dentro de la habitación es blanco, como el resto de la casa.
Andrea se vuelve, se quita con su mano derecha su sostén. William se baja los pantalones, no sabe porque, solo lo hace. Andrea se mete debajo del edredón y da unos golpes a su lado, William le hace caso.
-¿Tenes sueño? No. -¿Será bueno acostarnos? ¿Si queres puedo ir al colchón?
Los dos se quedan inmóviles. William mira al techo, mira que la bombilla sigue encendida. -¿Apago la luz? Si queres.
Intenta levantarse, pero de algun modo un peso mas grande que el mismo lo empuja contra la cama. -¿podes apagarla vos? Andrea se levanta y la apaga. Mientras se mete debajo de las cobijas de nuevo toca el brazo de William, esta terriblemente frío.
–William, ¿te sientis bien?. William no responde. Andrea le toma la mano, siente el peso que se acumula y se acumula y la suelta. Andrea se levanta a oscuras y sale del cuarto. Va al baño y coge la pastilla que había escondido en el botiquín. Se sienta en la sala, con las paredes blancas, el mueble con el equipo de sonido y una silla vacía.
-Este es el peso. Piensa minutos después.
Lo que era Andrea ya no existe. En la casa lo único cierto es una carta que de algún modo confirma su existencia.

sábado, 25 de julio de 2009

La Llena

El agua fria. El agua yendo y viniendo en mis tobillos. El horizonte lleno de barcos que se empequeñecen poco a poco. Barcos azules con gente azul que mira por ultima vez esta costa.

Esta amaneciendo. Un buque resopla y me distrae. Alguien llega a mi lado.-Las conseguí. Todavía tenemos una hora. ¿no tenes hambre?. Le digo que no con la cabeza. Nos sentamos cerca de la marea, lo suficiente para que el agua nos moje los dedos de los pies.

-¿cuánto te costaron? –Ni preguntes. Ya eso no importa. ¿seguro que no tenes hambre? Ella saca de su bolso una barra de granola, me da la mitad. Las olas no dejan escuchar el crujir de sus muelas. -¿qué hora es? –Ya van a ser las seis.

A la luz de la mañana observamos el resto de la playa: los escombros del paseo de los turistas. –Dicen que el mar va a llegar hasta Orotina, y en época de lluvia a san mateo.

-¿Lo mas lógico no seria irnos a Alajuela o Cartago? -¿A que? ¿a prostituirnos en bares de cuarta? Además, ¿no es que Juan esta alla, esperandote?

Muerdo mi lado de la barra de granola con mas vacío que ganas. Nada mas es el mar en todas su consecuencias; esa musica fatal que arrastra todo lo que nos pertenece.

Cuando nos levantamos para abordar la nave, Maria me toma de la mano. Es su forma de pedirme perdón. No es que tenga que hacerlo, pero ella cree que algún daño me hizo. En el barco ya no soy mas una persona terrestre, soy una criatura con vaivén propio que confía ciegamente en la flotación de los cuerpos.

A lo lejos, Puntarenas se va poniendo azul como mis manos.

viernes, 5 de junio de 2009

El Noveno Mandamiento

“no consentirás pensamientos ni deseos impuros”

-¿Enserio no hay nadie en su casa? Me pone su mano en el muslo. Yo la vuelvo a ver, bajo la mirada y sonrío. Todo el trayecto es una demostración de personas que se rozan y saben que algo va a suceder. Me sudan las manos y estoy nervioso, por eso cuando nos bajamos del bus no trato de agarrársela

Son las once de la mañana, hace calor y el barrio esta desierto. El lugar donde vivo siempre ha sido una especie de construcción al lado de una carretera, un pretexto para que los viajantes se detengan y hagan turismo rural camino a las costas.

-Yo me voy a cambiar, dejá las cosas en mi cuarto.

Entre la ropa limpia encuentro la camisa nueva que compre en la tienda de discos. Nunca he sido muy fanático de este grupo, pero de algún modo logré convencer a mi madre de que la imagen de la virgen de Guadalupe me parecía interesante. -¿Y esa camisa? ¿Desde cuándo acá? Es del Tri, un grupo de rock mexicano. Véala por detrás. Igual es como de colección, quiero empezar a guardar camisas de grupos, ya tengo esta y la de Pink Floyd. Además me queda grande. Dejamos el asunto de las prendas de ropa en la sala y nos acompañamos a la cocina.

Casi no hablamos. Nos servimos de comer, nos miramos, casi sin hambre, como una transición obligatoria. Yo sigo con las manos frías y el pulso acelerado. Dejamos los platos sucios en la mesa y nos dirigimos a mi cuarto. ¿Querés ver una película?. –Mejor poné música.

Dentro del cuarto, con la puerta cerrada hace un más calor. Pero ya no importa. Estamos acostados, uno al lado del otro. Nuestros hombros se juntan y siento su pelo cerca de mi oreja y mi mejilla. -¿Vos crees en dios? Me quedo callado. –Yo creo que es como una energía, lo demás es parte de cómo la gente se explica eso. Mi mano se acerca a la de ella. Suavemente se vuelve y me abraza, deja su boca cerca de mi boca. Su respiración cerca de la mía. El silencio donde siempre ha estado. – ¿Por qué no apagás la luz? Me levanto y aprovecho para ver si está cerrada la puerta.

Ella me quita la camisa. Yo le ayudo con la blusa. Nos besamos. Ella me muerde el lóbulo derecho y yo le hago lo mismo. Nuestras respiraciones se vuelven violentas, casi como jadeos. No puedo pensar en nada, solo en tocarla y lo que sus manos hacen entre mi ropa interior. Estoy hirviendo, y aunque hemos apagado la luz por las cortinas se filtra lo suficiente para verla apenas.

-¿Escuchaste algo? ¿Qué? -¿No escuchaste eso? ¿Y son sus papas? Me levanto rápidamente, abro la puerta apenas para asomarme y no veo nada. –No, ellos no vienen hasta la noche. Cuando regreso de nuevo a la cama, los perros empiezan a aullar de manera extraña. –William mejor salga y vea bien. Paso por la sala y desde la cocina miro a los perros un poco nerviosos. Escucho una sirena a lo lejos y entiendo porque están actuando así.

Aprovecho y me sirvo un vaso de agua, llevo otro para ella. –No es nada, una alarma que asusta a los perros, seguro. -¿Agua? Nos sentamos en la cama, ella bebe. -¿William qué le paso en el pie?
Desde la puerta he dejado huellas rojas. Me reviso, no tengo ninguna herida. –Seguro se regó algo. Ella se pone su blusa. Salimos a buscar. Bajo el sillón, un liquito oscuro se extiende y alcanza la alfombra blanca. Todo el sillón es recorrido por hilos de esa espesa sustancia. En el respaldar, mi camisa también esta empapada. Ella le toca los ojos: sus dedos se llenan de sangre. Tomo la prenda en mis manos y sigue llorando sangre sobre mis piernas. La dejo caer. La cara de la virgen de Guadalupe queda arrugada en el suelo. Pronto el charco se vuelve más grande.

No sé qué hacer. Los perros siguen aullando. Una tarde roja se apodera de la casa. Estoy cubierto de sangre. Tengo ganas de vomitar. Me siento mareado. –Vamos al cuarto. Ella me toma de la mano, la mano manchada de sangre. Nos acostamos, se vuelve a quitar la blusa. Ya no escucho a los perros. Cierro los ojos. Es como si el revés de mis parpados se estuvieran poniendo rojos. Nos desnudamos. No quiero abrir los ojos. Se nos olvido cerrar la puerta. –William, ya. Apoya su frente contra la mía. Nada existe en ese momento.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Los niños que juegas fuera de la casa

-Son grandes naves. Parecen, de lejos, que tocan la tierra pero en realidad están a muchos metros de distancia.
Lo que se escucha es el ruido de una refrigeradora, tal vez descompuesta.
-¿Qué no tiene miedo? En su casa no mataron…
Me aplaude en la cara. Me asusto.
Ya no hay nadie. Ya no siento. ¿es esto una mano? ¿estoy tocando algo que soy yo?
Nada se escucha.
He dejado de respirar.

No sé si tengo los ojos cerrados. ¿de que color es el cielo cuando no lo veo?
¿y cuando los abro? ¿sigue teniendo el mismo color el cielo en el dorso de mis parpados?

-Ve que sí se asustó.

Escucho que alguien abre el congelador. Pone algo en el microondas.
Ese ruido que acompaña al calentamiento de las ondas en el aire.
Parece eterno. Lo es.

-A mi no me asustan las cosas que no puedo ver.
Pero me asustan aun más, las que de alguna forma puedo sentir.

lunes, 9 de febrero de 2009

Las Equis

La abuela siempre me da arroz, frijoles y un pedazo grande de queso. A mí me gusta poner el queso debajo del arroz y los frijoles porque así se derrite con su calor. Además soy de los que revuelven todo, como para facilitarle la labor al estomago y a la saliva.

-William ¿quiere un vasito de leche? Todavía no me acostumbro a no tomar nada mientras almuerzo; mi abuela tiene esa rara regla en su casa. A escondidas, y apenas siento que ya nada baja por la garganta, corro al baño y tomo grandes sorbos de agua tibia del tubo. Obviamente el vaso de leche es para después, para cuando no deje ni un grano en el plato. –¿Una o dos cucharadas de azúcar? Digo tres sin mucha fe de que me haga caso.

-William venga y me ayuda a ponerle tape a las ventanas. Con una forma de equis, mi abuela y yo aseguramos todos los cristales de la casa. –Abuelita y ¿esto para que sirve?. –Es por si viene Juana, el viento no rompa en pedazos los vidrios. Así hace menos daño. Ya se nos acabo la cinta, toma doscientos colones y compre en la pulpería de la esquina dos rollos.

-Aquí esta su vuelto. ¿Cuánto valen los JaJas señor? –Cincuenta. ¿Qué numero le salió machillo? El dos. El chino me da un paquetito que tiene un mini dinosaurio. Eche agua y espere dos horas, dicen las instrucciones. De camino me acabo la bolsita de JaJas para que mi abuela no se dé cuenta que me gaste su plata. –Abuelita ya llegue. Mi abuelita esta frente al televisor, no me escucha. –Abuelita, abuelita. –William, venga siéntese conmigo. En la pantalla un señor de las noticias habla de una catástrofe nacional. Mi abuela apaga el televisor. Me lleva de la mano afuera.

Los otros vecinos también salen de sus casas. Todos están muy serios, algunos lloran. A lo lejos, una gran nube gris llena el cielo. Bajo nuestros pies la tierra se mueve repentinamente, se detiene, se mueve, se detiene. Los de la casa del frente empiezan a guardar cosas en su carro. Están saliendo de su garaje. Se vuelve a mover el piso, esta vez acompañado por un rugido seco que tumba a la abuela. –Abuelita ¿está bien?. La abuela se levanta todavía muy seria. –William, usted sabe que yo lo quiero mucho verdad. –Si abuelita ¿Qué pasa?. –No, nada William, seguro ahorita vienen sus papas.

Desde la casa de mi abuela, veo como se oscurece la mañana. Afuera, llueven cosas negras. La abuela se acerca y quita la equis que no me deja ver bien lo que pasa. –Abuelita ¿y el huracán? ¿ya no tiene miedo de los vidrios? –Ya no importa.