jueves, 24 de septiembre de 2009

La continuidad de las Crisis



1
Yo cumplía 10 años y no me importaba nada mas que el fútbol. Durante la cena de celebración mi hermana mayor me daba su regalo: una foto que nos habíamos tomado juntos en la playa. Tres días después intento suicidarse. El fútbol ya nuca fue lo mismo, en realidad ningún otro deporte. A mi no me lo explicaron, se quedaban callados cuando preguntaba donde estaba Alejandra. Así fue como empezó todo, o por lo menos como yo lo recuerdo.

2
Ese mismo año paso lo del mundial. La mayoría de los equipos perdían la concentración cuando alguien les anotaba un gol. Los jugadores perdían el interés en lo que hacían, se dejaban vencer fácilmente por los otros con mas convicción. Marcadores tan abultados que casi rayaban con lo inimaginable pusieron a los organizadores bastante nerviosos. Pero bueno, se pensó que una vez que los ganadores avanzaran a octavos de final el síndrome no volvería a atacar; pero estaban equivocados. Un Brasil-Argentina termino empatado sin que la bola casi ni se moviera del medio campo. Era casi como si se hubieran deprimido tanto que ganar un encuentro deportivo careciera de importancia en sus vidas. Instantáneamente se filtro la noticia que las confederaciones estaban ocultando; varios jugadores de escuadras eliminadas aparecieron muertos colectivamente en sus habitaciones. Cuando se suspendió la copa indefinidamente eran tantos los casos que concentraron a las escuadras restantes e las internaron en el país sede para dar ayuda profesional de emergencia.
Después de lo de mi hermana y el mundial, una tía perdió a su bebe recién nacido. De una conversación que escuche del cuarto de mis papas entendí que ella y su marido simplemente no pudieron levantarse para atender el llanto.

3
En mi casa me prohibieron ver los periódicos y los noticieros, inclusive bloquearon sitios de Internet para que no me enterara de lo que pasaba.
A veces los papas son ingenuos, así lo veo ahora. En la escuela mi primera fuente de información eran mis compañeros, casi todos sufríamos eventos parecidos en nuestras familias. Sin embargo hablar de ello se había convertido en un tabú en la clase y la maestra esquivaba cualquier tipo de confrontación con ello. Si alguien no cumplía con la tarea o no quería hacer algo, ella ya no nos castigaba. Sobre todo luego de que una niña le contestara que se había sentido triste porque no entendía matemáticas. Con los meses el aula se vacío lentamente casi como si una varicela fulminante nos atacara a todos. No volvían y tampoco traían mas niños para reemplazarlos.


4
Cuando enterramos a Ale tuvimos que esperar mucho tiempo frente al cementerio. Era tanta la gente y los funerales que las ganas de llorar se contenían, todo el dolor se esparcía en una mueca hecha una sola entre las personas vestidas de negro y tristes.
En mi casa nos obligamos a pasar las noches juntos y a estar pendientes unos de los otros. Mamá dejó su trabajo y papá arregló para hacer el suyo desde la casa. Lo que recuerdo de esos días es oscuro, es encierro, es un miedo constante.

5

Una vez que el índice de suicidios se normalizo, el mundo empezó a cobrar otra vez su velocidad. Como llegó se fue, y los periódicos, las revistas, los noticieros olvidaron todas esas marchas fúnebres repitiéndose. Lo mas difícil para mi ahora, es enfrentarme solo a lo que recuerdo. A la foto de mi hermana en la playa, sin saber que su muerte nunca tendría explicación alguna.

lunes, 7 de septiembre de 2009

La petite mort


-Veni, vos podés. –Estoy muy cansada, y estos zapatos me están matando. –Tomá, ponete estas botas. -¿y vos?. William ¿y vos que te vas a poner?. Él se descalza rápidamente. Saca varias bolsas de su abrigo y se las amarra alrededor de los pies, encima de las medias sucias y húmedas. –Ves, ya estoy listo. Andrea coge las prendas y para rellenar el espacio entre sus dedos gordos y las puntas de los zapatos dobla sus medias, creando una almohada contra el vacío.

William mira a Andrea, su pelo negro cayendo sobre su cara mientras ella termina de acomodar su ropa. La descubre y deja de pensar en que tiene hambre, en que no sabe donde van a dormir hoy, y si van a encontrar un botiquín cerca. Andrea aprovecha la pausa y saca la ultima gasa que le queda; se levanta el abrigo, luego la camisa y se cambia el vendaje a un lado de su abdomen. William sigue observando a Andrea y no es el frio lo que lo estremece profundamente. –Andrea ¿te duele? Ella no lo ve a los ojos, se concentra en la herida. Atrás de ellos, un ruido empieza a crecer espantosamente. William se levanta de golpe y encuentra un edificio cerca. Levanta a su compañera y se esconden en la estructura. El ruido se detiene, casi como si lo que lo provocara supiera que existe vida dentro de las paredes. William le hace señas a Andrea, ella lo sigue por las escaleras. –Subamos un par de pisos más y tratemos de abrir una puerta.

-William, no hay electricidad acá tampoco. Él se asoma por la ventana, pero no logra percibir nada en la calle. –Creo que mejor pasamos la noche en este apartamento. Cuando se vuelve para buscarla, ella trae en sus manos una caja blanca con una cruz roja en el centro. Ella lo abraza y él no puede contenerse; por fin algo que celebrar. Abren el botiquín y encuentran inyecciones, analgésicos, algodón, alcohol, agua esterilizada y algunas ampollas con medicamentos; lo necesario para tratar cualquier herida menor. William extiende una sábana que saca de su bulto y Andrea se acuesta: ella empieza a dirigirlo para que limpie su herida. –Vas a tener que quitarte toda esa ropa. Mientras Andrea se desviste, William pone atención a su cuerpo. Los ángulos que todavía conserva el cuerpo de esta mujer maltratada por las circunstancias. Mira con detalle el cuello, la formación del ombligo, la extensión de la espalda. Andrea afloja su sostén y deja a la vista de su compañero el resto de su torso. Tímidamente utiliza su brazo para tapar sus pezones. William desvía su atención al botiquín, pero de reojo trata de encontrar un desliz en los movimientos de Andrea para observar sus pechos. –Mojá el algodón con esa botella de agua. Pásame también esa inyección y ese frasquito. Ella empieza la rutina para introducir en su cuerpo los antibióticos, es urgente romper la infección en su cuerpo. William se acerca tímidamente, Andrea ya no se cubre. –Tomá el agua y mojá toda la lesión. El impacto fue profundo, justo debajo de sus costillas. Todavía huele un poco a quemado y los labios de la herida están oscuros en sus inicios. –Ahora con la gaza limpia los bordes, poco a poco. Es la segunda vez que la tiene tan cerca, y cuando sus manos hacen contacto con la piel de Andrea nota que su temperatura es elevada. –Tranquilo, con esto se me va a bajar la fiebre. William coloca una de sus manos en el vientre de Andrea, que resiste el dolor como puede. Escuchan un ruido fuerte fuera del apartamento. Rápidamente él se levanta, busca a su alrededor algo con que defenderse y camina a la puerta. A través de la mirilla ve como un soldado llega al final de la escalinada y se aproxima a su escondite. Va solo. William se coloca a un lado de la entrada y prepara el pedazo de madera en sus manos. Cuando el soldado entra William deja caer con toda su fuerza su arma contra la nuca del intruso, este cae pesadamente y se escuchan miles de pequeñas chispas extenderse por el suelo. William golpea de nuevo en el mismo lugar, partiendo por completo la nuca del soldado. No hay sangre. No hay dolor. Solo cables y líquidos oscuros. –Mierda, es otro rastreador. William rápidamente lo registra, encuentra su unidad computarizada de combate: la alarma ya ha sido activada. El rastreador no posee armas, solo esa pequeña computadora que pone al tanto al resto de su milicia de lo sucedido. William arma una barricada en la entrada del apartamento, aprovecha el peso del rastreador eliminado y algunos muebles destruidos alrededor.

-Ya saben que estamos aquí. El ruido que escuchamos probablemente es de un ejército de rastreadores, pero los otros no deben estar largo. Andrea que ahora esta mas pálida, siente todo el peso del cansancio en su cuerpo. William la acomoda y la cubre con su abrigo, se tiende a su lado para descansar también. Pero él no duerme. La respiración de Andrea lo atrapa lentamente, la forma que toman las sábanas sobre su cuerpo, los labios blancos en su rostro aun más blanco. William cierra los ojos, detrás de sus parpados ella baila como el día en que se conocieron. El silencio lo trae de nuevo a un cuarto destruido y oscuro; Andrea ya no respira. William se acerca a su pecho y trata de escucharla. Asustado la mueve, ahora esta fría. Intenta despertarla, lograr que responda, es inútil. A cómo puede aplica presión en su pecho y le da respiración boca a boca. Andrea sigue blanca, fría, ausente. William se abraza a su torso desnudo, sin vida. Acaricia su cara, trata de devolverle el calor con sus manos.

William no se quiere mover. Él mismo está ausente de este momento. En su cabeza siguen pasando los días en que eran un hombre y una mujer que alguna vez bailaron por compromiso. Un par de desconocidos que después se reencontraron en la sobrevivencia. Un estallido afuera lo paraliza: ya llegaron los otros. Es ahora o nunca. William se desnuda. Piensa que es una buena manera de morir.